En el siglo pasado, de donde todavía venimos mas del 75% de los habitantes de Argentina, había definiciones sociales que resolvían discusiones.
Ese 75 % es una cifra que disminuye biológicamente y sin remedio. Para nosotros “turco” era un genérico, identificaba a diversos grupos sociales. Agrupaba regiones. Simplificaba.
En realidad en el siglo XX, en Argentina, las identificaciones sociales genéricas tenían relación con las corrientes migratorias y la simplificación. Los italianos eran” tanos” o “gringos”. Los españoles “gallegos” o “vascos” y había Suizos, Judíos, Rusos, Turcos, Alemanes y poco mas. El mestizaje, los nacidos de la primera cruza de indios y españoles integraban el “criollo”.
Los diminutivos acompañaban a los hijos. El rusito, el galleguito. Nadie pedía ficha de filiación ni pasaporte en mi barrio y según la fonética se acomodaban. Así conocí polacos a quienes les decían “rusos blancos” y las diversas formas de los nativos de Yugoeslavia, acaso uno de los últimos y mas desgarradores conflictos: el de los Balcanes.
En Rosario hay, sin embargo, un emblema que pocos atienden y que define aquello que alguna vez se dijo: crisol de razas. Crecida, sobredimensionada, recluída y ahora, aparentemente, revalorada con luces y favores en la circulación, Calle San Luis, en un sector del centro de la ciudad define que la convivencia es cierta y duradera. Todos llegados a trabajar y vivir para siempre en estos pagos. Es calle San Luis el mas claro sitio de la paz duradera, la del trabajo.
Tal vez eso que fue el origen, la llegada por un puerto común, con necesidades semejantes y esperanzas similares (una vida mejor) puso a todos en un mismo sitio. El primer paso, el pie de igualdad para empezar a caminar Argentina, provincia de Santa Fe, Rosario.
El grotesco, el género argentino del teatro, define a las ciudades, el tiempo malo y la esperanza lejana de los inmigrantes y son los Discépolo quienes abordan el asunto. Mateo. Stéfano. El relojero. El Organito con Enrique Santos, su hermano, ayudando a Armando en algunos textos. Todo el teatro rioplatense se define por las angustias de los inmigrantes.
Desde 1903 que “M´hijo el dotor”, del uruguayo Florencio Sánchez, define el perfil nacional y la movilidad ascendente como el mandato familiar. Convendría reparar que, escrita en 1903, Sánchez era un adulto crecido en el siglo anterior y advirtió que el de su adultez, el siglo XX, era un siglo “problemático y febril”, como diría Discépolo en la década del 30. Que el mandato era afirmarse socialmente.
El verdulero de mi barrio, con el carro de 4 ruedas y el caballo cansino (“el flaco Rocín”, dice otro poema, en este caso de Manzi) se llamaba Camel Said. Fue durante mucho tiempo verdulero ambulante con las paradas fijas, que el caballo tenía memorizadas.
Durante un tiempo desapareció y un hijo, el mayor, atendía las paradas con menos confianza y menos “ al fiado” que el padre. Al año retornó. Había salido con la valija a vender “peines, peinetas, jabón, jabonetas…” como decía el chascarrillo sobre los vendedores ” a campo, puerta a puerta” con las valijas y la esperanza intacta. Se reía porque en un sitio al que llegó con sus valijas a vender, donde también pasaba su carro de verdulero, un nene al reconocerlo le dijo a la madre: “·mamma, mamma, don Camel anda de turco…”
Al estudiar algunas materias con un muchacho de Oberá, Misiones, Juan Epifanio su nombre, uno de los tantos que se pagaba los estudios jugando al fútbol en las ligas rurales cercanas, en la casa de calle Dorrego 279, hoy desaparecida, tenía amistad con otro estudiante llamado Salomón Esquinazi. Crónico habitante de esa casa de estudiantes finalmente un día se recibió y volvió a su provincia. Esquinazi, por lo poco que se, también es un genérico. “Entre los siglos II y VII, sucesos históricos de toda índole y variables externas a internas al quehacer comunitario dispersaron a los judíos por territorios de Europa, Asia y África, conformándose así las comunidades de judíos ashkenazim y sefaradim".
Por mi amistad con Salomón (hablábamos de comidas, yo le contaba de mi abuela, el de la suya que su madre le decía y que él no había conocido personalmente, pero que también fumaba) los otros estudiantes decían que yo era turco, ya que turcos les decían, en aquellos años del 1960, en algunos sitios de Misiones, tanto a unos como a otros de los que llegaban de sitios tan lejanos. Para ellos yo era “turco” como Salomón, pero al no ser rosarigasino no era “ajero”. En aquellos años los rosarigasinos que llegaban a esa provincia tan especial, llegaban a vender las ristras de ajo y volver, después, con frutas en destartalados camiones de dos días de viaje.
Aprendí una lección de vida en aquellos años. En la segunda oportunidad que me dijeron “turco” me di vuelta y respondí. La vieja sicología tenía razón. El que participa pertenece. Aún me sonrío. Yo he sido “turco” alguna vez. No se nota y no dolió.
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