La historia tiene mucho de verdad, de sucesos verdaderamente sucedidos. La obligación de cambiar los nombres es eso: una obra de bien que no le quita jugo a la historia.
Juancho, uno de los tres hijos de un importante personaje de Santa Fe, estudiaba en Rosario. Un día se sintió mal y mal y muy mal. Terribles jaquecas. La capacidad económica y los contactos hacen maravillas en la medicina.
La medicina, toda la medicina está en pañales todavía porque las cosas que hoy se experimentan con la química cerebral, con los estudios, aún con esa cosa indescifrable ppor completo, como las células placentarias, son cuestiones de novela y, de hecho, aquello pareció novelesco.
Hoy, en la segunda décvada del siglo XXI saber en que gen se encuentra la mínima parte que decide el color de ojos y penetrar y alterarla no parece que fuese posible. Ya se hace. O crecer desmesuradamente tocando un mini universo de la cadena helicoidal. Ya sucede.
Dice Gabriel Celaya: “cuando ya nada se espera personalmente exaltante…” hablaba de poesía. La ciencia está en un sitio que nadie termina de puntualizar y, por las dudas, han fijado que el 20 -20 será la fecha de los cambios mas notorios, mas visibles, mas exaltantes, como no pensaba el poeta que alguna vez sucediese. En la ciencia nada es definitivo y acaso ese sea el punto mas fácil de entender: la ciencia es falible, el error es el que permite avanzar. De allí que el dogma no es ciencia.
Juancho tenía un raro tumor que terminaba alterando el comportamiento. Un poco bien, un poco mal, otro poco muy mal. No le quitaba simpatía. Parecía, salvando las distancias, lo que decía el personaje del Increíble Hulk. “Créame, soy otro cuando me enojo”. O aquello de Jekyll y Hyde.
Juancho y su tumor eran un valor consagrado en la barra que compartíamos. No le quitaba capacidad de estudio, le quitaba autonomía de vuelo. Afligía a la familia Solo por las calles era capaz de cualquier mentira, de cualquier insulto. Se reía, pero ni siquiera era placer, era impulso. A veces.
No era peligroso cruzarlo por las calles rosarigasinas, le gustaba caminar, como para bajar impulsos, cansarse y dormir. No era peligroso encontrarlo, el peligro era hacerle caso. Bueno desde lejos.
Cuando releía trozos de “Alguien voló sobre el nido del cuclillo” y veía esa cara de Jack Nicholson veía un poco a Juancho. Un poco. No eran parecidos, solo el brillo en los ojos en determinados momentos. Ese brillo que tiraba el impulso.
Juancho era bueno, una crianza de gran familia con destino, de natural condescendiente hasta que en algún momento, de algún modo que ahora acaso sería fácil de resolver, pero entonces no, fatalmente se encabritaba su cerebro y hacía cosas impensadas.
Juancho era alto y bien parecido. Tomaba bebidas sin alcohol y fumaba muy poco. Estaba siempre bien vestido y sonreía. Su simpatía era la de su familia. Toda buena gente, quiero decir: incorporados claramente a la sociedad. Profesionales. Una familia afligida que cuidaba a este hijo, su problema, su tumor, su vida diferente.
Sobre Calle Sarmiento y sobre calle Mitre estaba, aún estaba el mercado que luego trasladasen a las afueras. Un verdulero azotaba al caballo de su carro, muy cargado, camino al barrio donde vendería frutas y verduras. Un poco italiano para hablar. Cuando vió tantos latigazos al caballo Juancho sintió el impulso y se arrimó, retando al hombre por su brutalidad. A los animales hay que hablarles. Tranquilo amigo. Se arrimó al caballo, le acaricio el pescuezo y le habló al oído. De repente, de un modo inatajable, el caballo se alzó sobre sus patas traseras, sacudió la cabeza, mordió el freno y salió disparado desparramando verduras y sin que nadie pudiese frenarlo… “ ma, che cosa a fatto, que le ha dicho…” repetía y repetía el verdulero. Desconcertado, desesperado: que le dijo al caballo. Juancho se abría de manos y no decía nada y nada dijo. Todos salieron corriendo para atajar, después de un vuelco y una encerrona, al caballo y el carro, evitándose una catástrofe por calle mitre rumbo a Pellegrini.
Juancho sonrió y prendió un cigarrillo. El anterior estaba quemándose dentro de la oreja del caballo. De tanto sacudir, cuando cayó sobre ese lado de su cuerpo solo, sin esfuerzo, el pucho salió de la oreja.
A veces sonrío cuando me dicen, ante un chico rebelde, háblele usted, que es un hombre experimentado. Hay personas que no se, no se si no se merecen… pero no. Esas dotes de persuasión solo Juancho. No hubo otro. Menos mal.
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