En el barrio un vecino, Julito, tenía un matagatos. El padre se lo dejaba usar sin balas. Unas balitas chiquitas. Dos. Eran dos gatillos. Dos cañoncitos. Después vimos en el cine que los fulleros en el salón, donde hacían trampa al póker, parecía que no usaban pistola y desde las mangas del saco le salía una pistola de esas que mataba al vaquero que protestaba por las trampas. Derringer decían en las traducciones de las películas. Matagatos. Que en realidad nunca supe si mataban gatos.
Los gatos, en algunas casas, los mataban en la pileta de atrás. Recién nacidos le pegaban un golpetazo contra el piletón y el agua, una pileta llena de agua, la conmoción y las crías se morían. No había, en esas casas, tanto espacio para tanta cría de gatas que seguían su ritmo de apareamiento y parto.
Mi tío Juancho trabajaba en el Vivero Provincial, en Coronda. En las afueras, no era en el pueblo. No podía serlo. Era un vivero. Linda casa, apartada de todo. Y senderos y senderos con latones de plantines, con maceteros, con surcos de plantas. Con un gran galpón cerrado para las mas finas. Ir a visitarlo significaba viaje de un día para ir y otro para volver. Fin de semana completo.
El tío Juancho tenía un rifle, una escopeta, un “flobert” con cartuchos de sal. Leyenda o realidad el cuento es que le disparaba a los gatos salvajes o zorros chiquitos con el Flobert. Las heridas, al parecer, con la sal que usaban como munición, no se curaban. Eran, si lo buscamos técnicamente, balas de fogueo o balas de salva claro que, en lugar de cartoncitos, el detonante y la pólvora tira para fuera un cilindro de sal que donde llega provoca heridas por la velocidad, como cualquier bala, pero estalla, desaparece y deja llagas. Eso dicen. Ni herí ni fui herido por un Flobert. Era un arma y no era un arma ¿Quién asaltaría, en la década del ’50, un vivero provincial? Para robarse que… Lo defendía con un Flobert.
En ese vivero comprobé que el palo borracho es venenoso. No tan así, pero un poco. Esos árboles no tenían roce con la gente, como los palos borrachos de las plazas y las avenidas. Sus espinas llegaban casi hasta el suelo. Quise rechazar una pelota y me clavé una espina en el dedo gordo. Zapatillas de tela, Juegos de chicos. El pié hinchado, el dedo deforme y las curas de las madres, con calor, sebo para sacar la ponzoña, la punta de la espinita y un día hasta que todo se calmase. Mínimo veneno. O tóxicos del ambiente de ése vivero, donde seguro había Di Cloro Di Fenil Tri Cloro Etano. DDT. Porque el tío Juancho tenía el Flobert para los gatos salvajes, los zorros y esas cosas, pero las hormigas eran el enemigo natural de cualquier vegetal.
Una vez le pedí que me dejara usar el rifle, el Flobert. El tío Juancho me dijo apenas vea un zorro o un gato avíseme que se lo presto. Pregunté sobre si era cierto que eran cartuchos de sal. Dijo que no los mata, pero les deja una herida que no se olvidan mas y si se andan refregando se infectan y se mueren. La sal duele en las heridas. Palabra del tío Juancho.
Era distinto ese país donde me crié, sin organizaciones que defendiesen a los gatitos recién nacidos y que castrasen a las gatas prolíficas y menos, mucho menos que se enojasen ante el ataque a escopetazos (Flobert) a los perros cimarrones. Queda, eso si, una enseñanza. A los argentinos alguien, desde algún lugar, sigue disparándonos con cartuchos de sal. Tenemos heridas que no cierran y si las refregamos nos infectamos y nos va mal, muy mal. Seremos, tal vez, perros cimarrones. Vaya uno a saber
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