Nada ha cambiado en algunas cuestiones en los últimos… 70 años. Pongamos una cifra: 100 años. Nada ha cambiado en un punto. Llegado a cierto estado de las discusiones lo que cabe, lo que aparece es el insulto.
Insultar al otro tiene, como se sabe de modo existencial, dos componentes, no saber cómo seguir en el debate y descargar sobre el otro cuestiones, temas, detalles que se escapan de la razón y se acercan velozmente a la emoción. A la emoción violenta. La falta de potencia discursiva. La impotencia.
Recuerdo insultos en la cancha. La madre del árbitro es un ejemplo básico que todos entendemos. Ni tiene que ver con el hecho ni resuelve la cuestión pero alivia, quita la impotencia porque algo de eso aparece: el insulto también es impotencia para resolver el penal o la injusticia del penal, que parece lo mismo pero no lo es.
Recuerdo la primera vez que en la cancha insulté al referí. Fue en un clásico y lo confieso, me sentí mas aliviado siendo parte de los cientos que, en la tribuna oficial, coreábamos la referencia maternal hacia el hombre de negro con una vehemencia que hacía eso: quitaba tensiones.
La referencia a un viejo Jefe de Redacción, don Laiño, histórico en el Diario La Razón, pone las cosas en otro punto. Quien hacía la columna de “Ciencia y Técnica”, antes eso, una columna, hoy un tema que aparece en todas las secciones con mas o menos improvisación, se había equivocado y de la Facultad vinieron los profesores a quejarse. Luego de atenderlos el Jefe de Redacción del diario de la familia Peralta Ramos, llamó al encargado de la sección, un importante neurocirujano (todavía no tan importante) y le espetó: “Raúl, usted es un…¡ pelotudo!...” El reproche no se hizo esperar, don Félix (se llamaba Félix Laiño) porque me insulta…. no es un insulto, es un diagnóstico.
Se que son muchas las versiones del tema. Esta es una. El punto en cuestión es la pregunta: ¿ hasta donde una palabra es un insulto? y aparecen dos cuestiones. Quien lo dice y quien lo recibe.
Cuando jóvenes demasiadas cosas eran un insulto, parecían un insulto. Desde una ofensa a la camiseta futbolera hasta una broma en el café.
Tal vez el caso del referí es un buen ejemplo. Si 30.000 personas dicen “Fulanito H.de P.” el sujeto en cuestión lo entiende como una contingencia de su oficio. Lo han preparado emocionalmente para eso. Nadie sabe si en la cuadra, ante una trompa de otro vehículo, que aparece demasiado en la bocacalle, no se enoja con el conductor del otro automóvil y si eso no deriva en insultos y mas insultos.
En aquella primera vez en la infancia, en 4 grado, con un compañero llamado Bartolomé Bauzá, nos esperamos a la salida de la escuela (el típico te espero a la salida) y le pegué la primera trompada, provoqué tal ataque de furia que no sabía cómo parar un golpe tras otro de Bartolo. Pegué primero, pegué dos veces, pero recibí tantas trompadas y en tantas partes que el asunto puede decretarse como derrota. Contundente. Eso si. No puedo recordar el motivo. Con seguridad algo menor. Las trompadas no. Esas las recuerdo.
Se que sucede muchas veces. El insulto es un escape y no tiene otra característica que eso. Así pasaba. Las trompadas no. Esas son las manifestaciones de otra cosa. Un resto de animalidad. Los cachorros se pelean en mitad de la manada. Nadie busca la yugular del otro. Eso pasaba.
Las manifestaciones de violencia inatajable que se leen en la crónica policial hablan de otra sociedad. Los jovencitos asesinos o asesinados dan una estadística que sorprende. El Siglo XXI tiene lo suyo en este asunto. El insulto, el elemental insulto que parecía una ofensa insoportable, ahora parece una cuestión inherente a lo que escribimos: crónicas de nostalgias.
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