Lo que nosotros llamamos hamaca es mas fácil en el diccionario encontrarlo como “columpio”. Un trozo de madera, sujetado por sogas o cadenas a un travesaño de madera o metal, y que se balancea. Se “columpia”. En ese vaivén se condensa el juego, muy usado en jardines y plazas.
Lo que llamamos hamaca, según los textos, es la “hamaca paraguaya”, la de tela o red de hilos o telas que cruza de un árbol a otro o de una pared a otra y donde, quien la usa, queda suspendido.
La cuestión se extiende cuando, en cualquier sillón con patas curvas y móviles. decimos que nos “hamacamos”.
Y termina por enredarse (el lenguaje) cuando, ante una situación difícil decimos: “hay que hamacarse…”
Nada de esto le quita ni le pone a otra cuestión. La primera vez que nos subieron a una hamaca.
Cada uno de nosotros, mas allá del interrogante: ¿cuando fue joven por primera vez en este valle? en algún momento se encontró con una hamaca. El caso mas común las plazas públicas. Las plazas tenían tobogán, sube y baja y hamacas. Podían tener mas juegos, pero estos tres son la base de cualquier recreación en el siglo XX. En este nuevo siglo que transcurrimos los video juegos han quitado movilidad y acaso desaparezcan los juegos públicos en las plazas. Todo es posible y nada también, como dicen los magos y los cuenteros en las calles. La realidad virtual es, en el fondo, el mundo de los cuentos y los cuenteros.
Otra variante es la rama lateral, gruesa, en el árbol mas viejo y resistente del jardín, del patio, del terreno del fondo. Y se agrega la cubierta de auto, que muchas veces remplaza al asiento de madera y tiene la misma función: hamacar al nene. Hamacarse.
Hay un momento que no tiene transferencia y no se puede explicar en detalles. Ese momento es cuando, subidos por primera vez a la hamaca. la empujan hacia delante y hacia atrás y allá vamos, sueltos en el aire, con el vértigo convertido en una angustia momentánea en mitad del pecho. Subiendo y bajando, con el horizonte que se mueve y las espaldas descuidadas al retroceder, por el propio peso, porque la hamaca está buscando el punto medio que la gravedad le indica.
Alguien, una vez, nos llevó, nos dejó, nos puso en la hamaca. Una primera vez. Alguien que ayudaba a quitar esa sensación vertiginosa. Alguien que sonreía ante nuestro primer grito, nuestro susto. Alguien que brindaba confianza y empujaba.
Después, apenas supimos qué hacer. comenzamos a subir y bajar solos de la hamaca y “columpiarnos”, hamacarnos.
No hay dinero que remplace esa primera vez, esas visitas a la hamaca. Para decir mejor: no hay cómo pagar algo que sustituya ese momento, esa persona que empujó la hamaca hacia delante y hacia atrás.
Hay muchas cuestiones que no tienen remplazo, explicación, sustitución. Una hamaca, la primera vez en el aire, ese instante en que todo se detiene y empezamos a caer, por el propio peso, no se logra describir totalmente y quienes no lo han experimentado no lograrán seguir un relato que no puede sustituir la realidad, aquella realidad.
Como dice la canción: “pasarán mas de mil años, muchos mas…” y quedará ese instante, único, cuando fuimos por un momento mini pájaros y entendimos el vértigo y la angustia de subir sin saber muy bien hasta donde y descender, sin poder adivinar hasta cuando caeríamos. Y esa ambigüedad de la primera vez. Alguien nos puso en la hamaca y lo hizo. Alguien.
No reivindicaremos ahora paternidades descuidadas y la orfandad del vértigo, la primera escala de las angustias. Diremos, si, que algunas cuestiones de las vidas personales definen a las sociedades. Acaso necesitamos que alguien nos hamaque la primera vez. También puede suceder, como no, que dejemos de hamacarnos y pisemos tierra firme, con un horizonte quieto, común, sin vértigo, de una buena vez. Indicará que dejamos de ser niños. Que es lindo y es feo, pero es inatajable.
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