Google+ Raúl Acosta: Amaneceres #AntesQueMeOlvide

sábado, 2 de junio de 2018

Amaneceres #AntesQueMeOlvide

Publicado en el diario La Capital el 2 de Junio


Hay un momento que no tiene tiempo de relojes sino de sensaciones. Un engranaje interno avisa que terminó la noche y comienza el amanecer.
No es lo mismo el amanecer con el rojo sobre las aguas allá, lejanas. Sobre la montaña tirando luces al valle. Sobre el edificio anunciando que pronto la calle estará iluminada y ruidosa. Todo amanecer es nuevo y primero.
Mas allá de la presuntuosidad del gallo (….”daba, la diana el gallo”… tango:”Yo te bendigo”) que suele equivocarse y tirar su kirikikí antes de tiempo, los pájaros saben que aparecerá la luz. Los animales viven con el sol y la luz y sombra y tienen su propio relojito que sabe todo sin que ellos sepan porque. Determinación, Programa. Teleología, si uno creyese en esas cosas.
El amanecer es parte de cualquier metáfora sobre la vida y el cambio. También de la esperanza. Se suman las circunstancias (…”ya va a amanecer y escucho rocanrol en la radio…”)
Aquellos amaneceres de muchachos con aires de vida infinita, eran diferentes según estudiásemos o volviésemos de una fiesta de las que, se insiste en esto, se podía volver caminando, pateando tachos de basura y cantando por las calles.
El amanecer de los enamorados es uno que, se cree, según filmes, que sigue firme. Esperar el amanecer abrazados y suspirando es un cóctel que semeja mucho a la felicidad y, si no se supiese que son  momentos, se podría decir que esa es la postal del esperanzado amor a todo trapo. Qué otra cosa que la felicidad puede dejar a dos personas blanditas de corazón, abrazadas y suspirando sin importar el ayer, el después y cosas así, sin importancia.
En aquellos amaneceres, caminito de ida por las calles de la ciudad, caminito de ida en la vida y, como se dijo, creyendo que cada uno de nosotros tenía dentro un “súperman” se podía invitar a la terraza del edificio, vamos, trae otra cerveza que falta poco para el amanecer. Birra y faso en esos casos. También la invitación para llegar hasta la orilla del río donde pocos estaban, acaso algún pescador y poco mas.
El amanecer en las islas o cerca de las vegetaciones costeras tenía / tiene, en verano, el condimento de la primera llegada de mosquitos como para portar un hectolitro de dengue, paludismo y ronchas varias.
Los ciegos saben, mas allá del resplandor que suele ser lo único que ven, que llega el amanecer por cierto código de sonidos y mínimos vientos.
Quien ha estado preso sabe qué valor tiene esa luz entrando por la ventana. El que está postrado en un hospital entiende el cambio de guardia de las enfermeras, se va la nochera, lo saludarán los del turno mañana, miraran sus signos vitales, acaso le sonreirán y un remedo de vida acompañará al amanecer del enfermo. Es justo que tal sea. Amanece.
La madre primeriza que durmió mal, re mal, mira a su hijo que, cerquita, respira y se acomoda y recién entonces tiene un amanecer que vale por muchos. Recién entonces, en el amanecer, entiende otro costado de la vida.
Los tacheros van al cambio, los ómnibus  aumentan su frecuencia. Me parece ver los viejos carros de cuatro ruedas y un percherón trayendo las verduras a un mercado de frutas y hortalizas que ya se que es diferente, muy diferente, y que sin embargo quiero poner en el amanecer con los fuertes olores del mercado y los gringos silbando.
Cada uno de nosotros tiene su propio amanecer especial, preferido y lejano. El mío es con el mínimo ruido que hacía mi vieja abriendo la puerta para llegar hasta la cama y tocarme, con el dorso de su mano la frente, para saber si había bajado la fiebre. Después apoyaba la palma de la mano entera. La dejaba un instante. Yo estaba despierto con los ojos cerrados. Hay un momento que no tiene tiempo de relojes sino de sensaciones. Un engranaje interno avisa que terminó la noche y comienza el amanecer. Cuando mi vieja sacaba la mano yo sabía, tristemente sabía, que había terminado el amanecer.

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