Llovía sin cesar en Rosario esa tarde. Había estado lloviendo desde el viernes y era sábado, En la pieza, que estaba en lo alto de la escalera que, de la entrada, conducía directamente hacia la puerta que una silla, del lado de adentro, trababa apoyada en el picaporte. No tenía llave esa habitación. Sonaba la música sin que nada la molestase. Un hombre y una mujer. Una historia de amor en blanco y negro.
Ya estaba decidido que viajaría a Buenos Aires apenas pudiese. La casa de estudiantes, cerca de la esquina, en aquella Avenida Francia de adoquines con declive del centro de la calle hacia el cordón, abovedada avenida tranquila, estaba humedecida y sola. La mayoría había partido el viernes. Solo quedábamos unos pocos, que acaso esa noche saldríamos para vernos las caras una peña donde nos encontrábamos y el mediodía, ése mediodía en el comedor universitario, de sábado, había sido de pocos y estoicos habitantes de un centro rosarino que no era el de este siglo. Nosotros tampoco somos aquello que fuimos. El centro un sábado, pasadas las dos de la tarde, era de sol y persianas o como este, de lluvia y persianas bajas, de pocos habitantes, de balcones aleros favorables y calma. Nadie imaginaba un fin de semana azotado por bocinazos y lleno de visitantes. Era otra ciudad de otro país y de otro vecindario. Nadie imaginaba la ciudad del delivery y el teléfono instantáneo.
El aparato, el Wincofon, estaba sobre la mesa de luz ancha. Poco mas entraba en la habitación. El ropero de un cuerpo y su luna, su espejo bastante mas opaco que en sus años originales y la puertas central, que debía cerrarse con un pedazo de cartón doblado, para que no se abriese, alojaba una camisa mojada. También una blusa.
El tema era uno solo y giraba y giraba, el brazo de la pila de discos a medio girar aseguraba que terminase y volviese a empezar. “Taara ra ra ra ra rá, tararará taraaa taraaa…” El tema de Francis Lai y Pierre Barouh, para la película de Lelouch, empataba con la lluvia y mi corazón subía y bajaba, pero siempre arriba.
Se volvía del centro caminando en esos sábados de verano. Un trolebús manso, uno solo en la hora de la recorrida por calle San Juan, podía ganarle a la caminata y qué sentido tenía esperarlo y subirse si solo hacía falta conversar. Contábamos las monedas los estudiantes.
La lluvia de verano no molesta en las ciudades como en el campo. Aplaca el cemento, se desliza, no había tantos charcos y baches y descuidos como ahora en aquella ciudad, que estaba despertándose al crecimiento, las avenidas, las tantas llegadas desde otras provincias, otros países, tantos sitios de origen de los que se fueron quedando, atraídos por eso, por la cuestión de tamaño y comodidades, esto era eso, entonces, una ciudad con el aldeano todavía cercano y, quien está enamorado, que se sostiene que es el único estado ideal del hombre, quien ha estado enamorado sabe que la lluvia de verano es compañera porque despeja dudas. Pone los trapos pegados al cuerpo, elimina maquillaje y solo se sostiene, esa lluvia como buena, si dentro el cuerpo está dispuesto al vuelo de un abrazo. Sonreir bajo la lluvia en el veranbo es una declaración de amor. En esta ciudad había tiempo para buscar un abrazo. Para esperarlo. Esta ciudad era eso. Una escala de los tiempos, los negocios, los sueños, una ciudad que se entendía caminando. Época de artesanos, dibujantes, morrales hechos a mano y bufandas tejidas por las tías, paredes pintadas por dibujantes y mosaicos de colores en los patios. El carnaval era una fiesta popular con bailes en los clubes de barrios y corsos proletarios. Se podía mirar hacia el cielo en la lluvia que no había cables ni televisores ni tableros. Tampoco carteles de propaganda en cualquier parte. Se veía la lluvia y el horizonte humedecido no era un extraño que asustase a las abuelas, las monjas, la madre de ella allá, lejana, hacia el final de Alberdi, sobre una calle llena de árboles.. Ella se quedaba el sábado en el centro y estaba en el altillo mientras sonaba Feancis Lai sin cesar, como la lluvia, como en Brennes según Prevert y Bárbara como personaje y “la maga”· de Cortázar en una lluvia parisina que entendíamos. Entendíamos demasiado de cosas de las que no sabíamos nada. Vivíamos los últimos romances sin tiempos utilitarios. Estábamos vacios de tristezas y de sal.
Dos horas, acaso tres sonando la canción del único disco en los surcos de ese vinilo y nosotros allí, como si recién empezase la canción y con ella la historia. Suspirábamos tanto.
Carraspeó Enrique sobre el fin de la tarde y está bien decirlo, había dejado de llover. Carraspeó Enrique y sugirió: “ habría que parar con el wincofón…”. Tal vez aguafiestas, tal vez envidia, simplemente atormentada siesta la suya allá debajo, solo, mientras sonaba Francis Lai en el altillo.
“…el funcionamiento del automático consistía básicamente en que al terminar un disco, el brazo se levantaba y se dirigía a su posición de reposo, una traba en el eje que sostiene los discos liberaba uno que caía sobre el que ya había sido reproducido, el brazo se dirigía automáticamente al inicio del nuevo disco, para reproducir el mismo. Cuando la traba del eje que sostiene a los discos que esperan ser reproducidos detecta que ya no quedan más discos y termina la última reproducción, el brazo vuelve a su posición de reposo y se detiene la marcha del equipo. Todo ello se lograba solo con un pequeño motor de corriente alterna y un complejo mecanismo mecánico…. Si el brazo no se cerrase el mecanismo seguiría actuando indefinidamente…. “
…(siempre y cuando no dejase de llover un sábado de verano, en cuyo caso…)
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