En tercer grado aprendí a bailar el vals. En realidad un minué simplificado a dos acercamientos, una vueltita y abrazar a la niña para el vals. Inolvidable.
La profesora de música se llamaba Cornú pero es algo que no me importa tanto. Era rubia y tenía una muñequera de cuero por un sobre hueso en la mano derecha. Un dos tres. Un dos tres. Allí salíamos bailando con un leve vaivén hacia delante del varón. El resto del grado miraba. Era grato bailar, y rarísimo esa mano por detrás , en la espalda de otra persona desconocida, con un olor distinto del jabón o del perfume. Acaso el olor de su pelo, realmente largo.
Zunilda se llamaba la nena. Siempre fui el mas bajito y el mas tímido y un año y medio menos de edad daba una contextura poco robusta. Zunilda era pelirroja. Con pecas. Ojos profundamente azules y sonreía. Creo que eran nervios. Bailamos todo el mes de mayo, a razón de 10 minutos los jueves, que había clase de música. La última semana, previa a la fiesta del 25 de mayo, dos veces. No había otro, seguro que no había otro porque todos estaban con unas zambas y unas chacareras y esas cosas. A vos el minué. No recuerdo tantas cosas, de ése año, tan vívidas como ese baile. Y volver a casa disfrazado, orgullosamente disfrazado. Había bailado el vals.
Con dos tapitas de cartón de las botellas donde venía el litro de leche, que tenían tapitas de cartón en su ancha boca. Marymil o Milkaut, eso no lo recuerdo. La Marymil tapa roja, la Milkaut tapa azul. Como las figuritas redondas, pero mas grandes y no es que fuesen inviolables, es que si las sacabas de la boca de vidrio del botellón, con una muesca donde calzaban justo, no las podías volver a poner con precisión. Se notaba. Las usábamos para jugar a “las arrimaditas” con las figuritas de los álbumes de fútbol, tan redondas y tan difíciles de llenar como las de hoy. Han desaparecido esas botellas, aún cuando todo recomienda, ante la intoxicación del plástico volver al vidrio. El mundo se esta llenando de plásticos que tardarán 400 años en degradarse. Dicen que hay una isla como un país de grande pero eso yo lo sabía: El mar de los Sargazos. Pero minga de algas. Tóxico y en serio.
La tía Élida las forró. Eran los dos botones negros de la parte de atrás del frac, cuando se abria como tijera. Una tela negra y sencillita, dijo la tía. El cuello todo como alborotado y fruncido, tenía un nombre que nunca recordaba bien, una pechera que llegaba casi gasta el ombligo. Camisa blanca. Pantalones largos. Zapatos no. No hubo caso. Los viejos zapatos 7vidas. Negros, lustrados, pero no eran los de charol que el disfraz requería. Eran tiempos de un solo par de zapatos. Me acordé. Jabot, se llamaba eso todo abullonado, como una pechera vistosa.. Dejalo, después lo usa la “Pepi!”, mi hija. “Pepi” por “pepita”, por Josefa, como la abuela. La abuela Pepa.
Mi viejo solo dijo “Hum”. No fue a la fiesta del 25. Nunca iba, de modo que no lo consideré un desprecio.
El nene bailó bien, le decían. Linda parejita, acotaban. Por un tiempo creí que tenía cierta cercanía, alguna confianza con Zunilda. Nada. Un vals no es la intimidad con nadie. Lecciones que uno aprende.
Años después, ya en el colegio secundario, la vi por las calles. Los estudiantes siempre terminan encontrándose. Mínimo saludo. Sin embargo toda vez que, aprovechando mis conocimientos de infancia, en los cumpleaños de 15 de aquellos años, salía a bailar el vals con la agasajada tenía cierta experiencia. Algo bueno de aquello. No la pisaba ni tropezábamos. Ya no hacían falta los zapatos de charol, ni la cola del frac de mentiritas.
Despojado de toda alusión, pero absolutamente merecido, un tramo del poema de Tuñón me persigue. “Los ladrones saben silbar, bajarse de los coches en movimiento y bailar el vals”… Se hacer las tres cosas. Todo periodista es, sin que se note tanto, un ladrón que vive de la realidad de otros y la excepción. Aún silbo en la soledad. Y desde chiquito supe bailar el vals. Lástima tanto plástico, el vidrio es mas sano.
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