En mi casa, en mi primera infancia, no había escaleras. Quiero decir, la de madera, de uno o dos cuerpos, que servía para subirse a los techos o limpiar cielorrasos.
Tampoco había escaleras para subir o bajar a parte alguna ya que era de una sola planta.
Escaleras de esas de albañil o carpintero no hacían falta todos los días y ya está dicho, había de dos tipos. De las que se apoyaban contra la pared, de un solo cuerpo, y las de tijera.
Cuando la planta de duraznos, en el patio de atrás, según el ojuo de mi madre, tenía los frutos a punto, estaban casi maduros mi vieja, mi madre, me decía: andá a pedirle la escalera a Doña Lucía (era la esposa de Don Salvador, los dueños del café de la esquina). Todos sabíamos donde estaba, descansaba contra la pared del fondo, mas allá de los billares, a veces en el patio, pero en el bar de la esquina estaba la escalera necesaria para recoger (eso no era cosechar) los duraznos del patio del fondo.
Era la misma escalera para limpiar y lijar el frente en la casa de los Carrizo. A nadie se le ocurría comprar una escalera y en la ferretería de los Vandenberghe, a dos cuadras, una nuevita la ponían en la puerta, a veces ponían dos, de limpia madera. Prolijitas. No hacía falta comprar una escalera porque era muy difícil que se lijase el frente de una casa, se recogiesen duraznos y a alguien, en ese momento, se le ocurriese cambiar una lámpara de los altos techos de aquellas casas, una lámpara o un cableado, daba lo mismo. Si aparecía el múltiple uso era sencillo. Esperá que termine de usarla “Cachito” ( el peón media cuchara que hacía los arreglos, los remiendos, los retoques de fratacho y cuchara en todos los frentes de las casas del barrio), decile a tu vieja que mañana se la llevo yo.
Hoy es difícil decir media cuchara y que se sepa que la albañilería era un oficio que estaba el peón, el peón media cuchara, el albañil, el encargado. Jerarquías y sueldos. “Cachito” hacía las changas en el barrio y este asunto se hace dificultoso por donde se lo lea porque… ¿alguien sabe hoy qué cosa son las “changas”?
Trabajo ocasional que permite la subsistencia pero, ay, también es un pibe, un “changuito” cañero. Y un feo encargo se identifica:” ja, linda changa me dejaste…”
Conviene volver a la escalera. Con la escalera una virtud del barrio: el préstamo. También la confianza. Dejame abierto el portón que después te guardo la escalera. Nadie robaba una escalera, ni pensarlo. Menos los dos tachos de pintura que, con un gancho, estaban allá en lo alto, al costado, sobre los largos tirantes donde enganchaban los escalones.
Decile a tu viejo que le puse dos tornillos nuevos en el quinto escalón y unos cables para sujetarlo bien, es el que mas se usa y se había aflojado… Ah, y que le cambié los taquitos de goma, para que no se resbale.
La escalera tenía dueño y uso comunitario. Los barrios, aquellos barrios caminito de ida en este valle, tenían eso. Se sabía el dueño de cada cosa, pero se aceptaba que el préstamo, el uso compartido era necesario a la vida porque se insiste: qué presupuesto resistiría, en aquellos años, si todos comprásemos una escalera, un serrucho, el taladro, la carretilla, la máquina de fumigar las plantas…
La vida tenía esas cosas. Mi vieja ordenaba: llevale este paquete a doña Lucía, decile que le elegí los mas verdecitos porque ella los usa para dulces… Allá salía yo con el paquete de duraznos. Ya habíamos devuelto la escalera.
Todo lo que va en algún momento vuelve y el barrio enseñaba de un modo elemental que las escaleras sirven para subir, pero también para bajar.
Había dos plantas de mandarinas en el fondo de mi casa. En rigor un duraznero, un manzano flaco, dos plantas de naranja, una de ellas ”de ombligo” y dos mandarinos que en los primeros fríos duros eran asaltados por los muchachos de la cuadra. Sin piedad. Mi vieja daba la orden un sábado, acaso un viernes. Decile a tus amigos que vengan que ya están, que no se coman las verdes, que total pueden venir la semana que viene, que nadie se las va a llevar, a tu padre no le gustan porque dejan olor en las manos.
Aún recuerdo esas tardes de atracón de mandarinas. Las cáscaras en el patio, el olor en las manos, el Pirulo o el Lucho, uno de los dos con dolor de tripas al día siguiente, por el atracón con algunas medias verdes, apenas pintonas…
La escalera para bajar los duraznos eran una parte del barrio, una mas y acaso mas, acaso lo que ahora advierto, un trozo de un inmenso cuadro de afectos cruzados que llevaban como hecho cierto aunque nada se dijese (no se usaban palabrejas como “bonus track) el atracón de mandarinas y unos días mas tarde mi regreso con un frasco de dulce de durazno en un frasco de vidrio y envuelto en papel de diarios que doña Lucía, cuando salía del bar de la esquina, le mandaba a mi mamá con tres palabras: decile que gracias…
Ja. Vamos. Che. No era una escalera. Era un inmenso juego de inocencias y abrazos, de sonrisas y cáscaras de mandarinas en el patio. Me parece verlas.
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