“Para cantar nada era lejos”, dice Milton Nascimento. Es cierto. Los cantores de mi barrio iban a todos lados a eso, a cantar.
Tiene otra frase fenomenal en esa confesión que es su tema “Los bailes de la vida”. Dice que cantar era necesario sin importar si el que pagó quiere oir.
También es cierto que se canta para el aplauso.
En mi barrio primero había tres cantores. “El fantasma”, el “carita” y “el rengo Balbi”. Los tres habitantes del café de la esquina.
El fantasma, como su sobrenombre lo indica, estaba y de repente desaparecía y los sábados eran raros en el café. El fantasma venía ya con el uniforme de cantor. Esa camisa, esos plastrones en la mitad del pecho y zapatos blancos. Le hacíamos burlas por los zapatos. Desaparecía y aparecía de zapatillas. Exactamente al revés que los bochófilos, que llevaban las alpargatas blancas en un bolso y venían al bar con zapatos, el fantasma venía calzado en zapatillas y llevaba los zapatos blancos en un bolsito donde, a veces, ponía ese plastrón rojo que usaba para parecerse vaya a saber a quien.
Un día el fantasma se fue, con su rock y su jopo a Estados Unidos. Volvió con el jopo, la misma sonrisa y unos pesos. Puso una tienda de ropa juvenil. No cantó mas en público. Una cicatriz le cruzaba la mejilla y cambiaba su sonrisa. A su mano izquierda a veces la ocultaba. Le faltaban dos dedos, el chiquitito y el de al lado. Meñique y anular. Contaban historias, pero en un café que no cuenten historias no conviene estar.
El Carita era sodero y cantaba folklore y chamamé, que en el barrio no era lo mismo. Folklore era la zamba y la chacarera y chamamé…el chamamé. El Carita siempre reía y su sobrenombre venía de una cara grande y como dije: sonriente. Vivía cantando. Los sifones eran pesados y de vidrio. El patrón le había agregado venta de vino en damajuanas y el Carita cargaba sifones y damajuanas de cinco litros.- Semillón sanjuanino decía.
El Carita era otro de los habitantes del sábado a la tarde, venía con dos morochos, los guitarreros. El tocaba el bombo, pero lo dejaba en el camión de la soda. Iban a las peñas en el camión, sin los cajones. A veces llevaba las damajuanas de vino a esas peñas. Una changa. Y unos pesos. Cuando venían con un petisito llamado Rolón es que también cantarían chamamés, porque traía una acordeona verdulera en un estuche mas sucio que prolijo. El Carita siguió tocando y a veces lo veíamos, se mudó de barrio cuando se casó con una viuda que regenteaba una peña y salón de baile. Largó el camión, lo cambió por el mostrador. Crió hijos propios y ajenos. Siempre que lo cruzábamos estaba igual: sonriendo.
El rengo Balbis era todo un caso. Había estudiado canto. Para acomodar los pulmones, tuvo la polio y quedó con las piernas debiluchas y usaba botas ortopédicas. El mismo se hacía una broma cruel. Con las muchachas en el burdel pago dos turnos, decía. Uno para desatarme las botas y otro para ponérmelas… en el medio el amor. Cantaba “Remembranzas” mejor que Jorge Maciel con la orquesta de don Osvaldo. Cantaba bien, ganaba los concursos en todos los pueblos cercanos. Iba en taxi. Bandoneón, guitarra y contrabajo era su grupo. No lo contrataban tanto los que no lo conocían, los que lo habían oído cantar seguro que si. Era bueno. También venía vestido, de riguroso traje marrón o azul, el pañuelo en el bolsillo exterior del saco, peinado lustroso y sonrisa. No era mal tipo, pero sólo hablaba de tango. A veces de ñul. Los sábados era un concurso de disfraces el café.
Había intentado estudiar medicina. Como dije, toda su vida marcada por la polio. Qué enfermedad. Dejaba desecha la alegría de las familias. Había que seguir. La familia del rengo Balbis lo mandó a estudiar canto y le descubrieron condiciones pero no quiso el canto lírico, para que, decía, para andar rengueando disfrazado de Otelo… dejame con el tango.
Los cantorcitos del barrio tenían el apoyo de todos nosotros. Desde los mas grandes hasta los que mirábamos y hablábamos poco y nada. Eran parte de la tardes de café y preparativos para la milonga. Eran la milonga.
En un garaje de la cuadra siguiente una señora, viuda, les alquilaba esa primera habitación, donde ya no había auto, para que ensayasen. No el mismo día y no en el trasnoche, pero allí llegaban todos, A veces con los Batisti íbamos a escuchar pero no aguantábamos y nos reíamos o tirábamos piedras. Los cantores del barrio eran parte del sábado, pero no de la vida diaria. Creo que ellos lo entienden. Hoy. Ayer igual. Una cosa es cantar y otra el almanaque, el sueldo y el alquiler. Para los cantorcitos del barrio, donde lo mejor de todo es la ilusión. Que allá quedó. Allá.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario