Antes, cuando todo estaba comenzando, no todas las casas tenían timbre, ni siquiera puertas con llave. Puerta con enrejado, puertas de latón y pocas casas en serio, como indica el poema:” ya da la noche a la cancel su piel de ojeras…” No todas eran así, con una puerta a la calle y otra, a escasos metros, la puerta cancel que, esa si, esa habilitaba al living o un hall de entrada. En ése espacio los primeros escarceos con novios que sólo llegaban hasta la puerta. Los novios no entraban fácilmente a la casa. Filito. Pretendiente. Simpatía. Estamos empezando a conocernos, No hay ningún compromiso todavía, parece un buen chico, es de buena familia. Trabajador. Muy decente. No se animó a tocarme todavía.
El poeta menciona el atardecer cuando el sol deja en penumbras una parte, la mas profunda de la entrada, donde ya no llega (el sol) y la oscuridad lo habilita: ya da la noche a la cancel, a la segunda puerta, en la primera puerta lo usual, seguramente con aldabón, ese artificio labrado de metal ( a veces una mano de hierro, a veces un aro) y siempre el trozo de metal que, al ser golpeado, transmitía hacia dentro un sonido fuerte, grueso, inconfundible: estaban, están golpeando a la puerta. Un sonido opaco siempre varios aldabopnazos, siempre insistentes. Siempre un respingo.
El timbre apareció popularizado años después, necesitaba electricidad, que el aldabón no requería. Muchos años después pilas, parlantes, micrófonos, finalmente televisor y doble llave y, mas cercano, cuidador y doble tranca, llaves magnéticas y mas televisión. El miedo urbano es un componente actual. Antes se golpeaba la puerta allá, sobre el jardín de adelante, se decía, tras el aplauso: buenas…. permiso…
Discépolo despanzurró todo. El advirtió sobre la mala pata. La desgracia. El sinsabor. La poca caridad, la nada solidaria de los de al lado. Usó el timbre: “cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás…” Un timbre era y es un llamado, un comienzo de comunicación. Todos entienden a Discépolo.
A caballo entre la ciudad y el campo, entre las casas tranquilas y el barrio obrero el timbre definía códigos urbanos. Toco dos timbres cuando paso, voy hasta el café y en 10 minutos vuelvo. Pasé y te toque el timbre, no salió nadie y seguí. El timbre con horarios aseguraba que, entre las 10 y las 10 y media de la mañana pasaba el cartero y el nene que ayudaba a don Pascual, el verdulero del barrio que, con el carro de cuatro ruedas, se paraba frente a la casa de los Giudice estaba por llegar, por eso el nene y el timbre para que las madres fuesen hasta el carro; “hoy había que comprar zapallo”, ese que se cortaba con un serrucho de mano, curvo, muy dentado. En ese código urbano el timbrazo de madrugada era siempre un sobresalto porque…¿ quien puede ser el que llama a esta hora…?
Eran años en que todavía se usaba, como travesura infantil, subirse a las manos de otro, que las entrelazaba sobre sus rodillas, a esa altura sus manos entrecruzadas nos servían de peldaño para subirnos y tocar, pulsar el timbre para salir disparando en uno de aquellos primeros “ring raje” que hacíamos, todavía sin altura para llegar sin ayuda al timbre, siempre redondo y siempre con el botón en el medio. Después vinieron cuadrados, coquetos, de colores, mas prácticos y mas rompibles. Desechables. Modernos. Después, cuando ya llegábamos sin ayuda no era lo mismo.
En muchas de las casas del vecino el timbre era el condicionante, típico del reflejo de Pavlov, para que el perro ladrase. Tocar el timbre para pedir la pelota, que había caído en el jardín, era otra cosa. Como distinto hacerlo para preguntar si lo dejaban salir al Hugo a jugar, sabe, porque nos hace falta que venga y no, no puede porque está en penitencia, su padre le prohibió…
Otro Hugo, ya mas hombrecitos de cigarrillos y aventuras en pueblos cercanos, nos contaba sus peripecias tocando el timbre, “timbreando” para vender rifas, otros vendían diccionarios. La venta “timbreando” también pertenece a una aventura y un país que aceptaba esas aventuras. Vamos, aceptaba la venta en cuotas con un formulario llenado allí en la puerta y la rifa en doce cuotas que el cobrador pasaba para reclamar el pago (“timbreando”) después del día 6 y nunca mas allá del 15 de cada mes. No ha quedado en desuso el verbo de invento arrabalero: “timbrear”, ha quedado en desuso esa confianza. La tarjeta de débito, el débito automático y la medida de la billetera ya no es la misma. En esas cuotas cobradas a puro timbrazo es necesario indicar: nada de intereses. Nada. No debo dejar afuera un recuerdo. Un Hugo que se fue a las casitas de los obreros de El Chocón a vender rifas. Otro que diariamente (acaso el mismo, pero otra vez, otro año, otra necesidad) se tomaba el colectivo a San Nicolás sin plata para el regreso porque, al vender, la primera cuota era contado… En El Chocón no había timbres, nos decía, solo sonrisas y anocheceres cansados. El viaje era de 10 días, porque no está cerca, pero era mas solidario todo. No había ricos y sin embargo vendíamos bien. En San Nicolás hay barrios duros y barrios blandos, nos decía, pero el timbre es el mismo.
Hoy el timbre continúa, el del recreo, el de la puerta, el del amigo que llega, el del que mide luces usadas y metros cúbicos de gas quemados. Cartas pocas, pocos carteros. Ni novias ni novios se manejan con timbres. Argentina es otra. “Minga de puerta cancel”… . Todos entendemos a Discépolo.
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