Pocas cosas de la vida cotidiana tienen su destino tan definido como el florero. Ya su nombre indica la función. Una función precisa. Florero.
No es necesario buscar en las definiciones de la red o la nube. El florero es un recipiente que contiene flores. En las viejas casas, cuando el living era un sitio que se preparaba, se vestía para que lo mirase alguien, desde los propios habitantes hasta las visitas, el florero tenía su lugar. En mitad de la mesa. En un mueble sobre la pared, en la mesa ratona. El florero estaba y está siempre en un lugar visible porque si uno tiene flores es difícil que intente ocultarlas en el desván, el altillo o la bajo mesada.
Su destino, portador de un instrumento de belleza, las flores, torna sencilla la identificación y la calificación pero, ay, ay, por allí viene el insulto. Tan inútil como un florero, pueden decir los pragmáticos a quien no conmueve el ramo perfumado que se sostiene en el recipiente. Me tiene como florero… de adorno.
El sentido minimalista de la decoración, como el poco tiempo dedicado al sitio donde se vive, han puesto al florero en la categoría de superfluo, pero no abandona su espacio y, a pesar de los militantes de la practicidad y la multifunción el florero sobrevive. A veces disfrazado de “centro de mesa” o simplemente como lo que es, pero sobre el escritorio de la secretaria, antesala del despacho del jefe.
Hay algo exacto en las quejas para los hombres considerados floreros. Sirven para recibir a las flores y, despojados de poesía, los congéneres le atribuyen la inutilidad de una herramienta sin función utilitaria.
Conserva su definición y eso no es poco. En aquella casa donde nos criamos el florero indicaba la época del año. Amarilleaban los jazmines, se les torcía el cuello a las margaritas y las violetas, junto con helechos, tiraban un miniperfume que seducía la penumbra, que autorizaba el paso mas tranquilo, que perdonaba la indiferencia del chico apurado en llegar a la cocina y el tazón de café con leche o mate cocido.
Unos altos troncos sostenían una flores artificiales como penachos y , en esos casos, el agua se tornaba arena porque las flores artificiales no necesitan para la sobrevida mas que buena confección.
Cambiarle el agua al florero tenía su ciencia. Sostener con una mano el ramo, dejarlo escurrir, vaciar el recipiente, colocar otra vez el ramo y, con la jarra que dejábamos encima de la mesa, volver a humedecer esos tallos y llenarlo hasta una altura que ayudase a la sobrevida y no convirtiese el mantel, la mesa y el piso en un charco que provocase el enojo: no sabés ni cambiarle el agua a los floreros.
Regalar flores aún se usa, o se debería usar. Nada mas lejano del materialismo que regalar flores y nada mas apropiado para extender el amor y la poesía como mensaje. Las leyes de mercado no están a favor de este deseo y son pocas las florerías que, mas allá del arte funerario, se mantienen perfumando el “drei” (Derecho de Inspección y Registro) el certificado de existencia real como comercio que exigen las autoridades.
Se las suele ver, callejeras, cerca de las iglesias o en días especiales. Largas filas de recipientes de latón contienen ese ramo que tiene tanto de flores como de verdes helechos o plantas similares, en un esquema que suma colores y un fondo perfumado. Es Gardel y Lepera el que define hace tiempo este asunto: “Si tu te vas la flor no perfuma”.
Existía y existe en cada ciudad un “mercado de las flores” que en horas apropiadas junta mayoristas y minoristas y así como hay épocas para el tomate barato y el zapallito caro hay tiempos de rosas mas caras y jazmines mas inaccesibles.
En la galería de la entrada, en la casa de mi niñez, la única que superaba las fantasías, después los edificios, los viajes, los rejuntes perecederos cambiaron hasta la distribución de las necesidades, nunca mas fui un chico paseándose en sitios mas grandes que uno, en esa casa un gran macetero contenía una planta de diamelas. En otra un “jazmín del país”, que así le decía la vieja, mi madre. Un macetón hasta el piso contenía la planta de Hortensias, una mata lilácea que impedía los casamientos. Una tijera de podar servía para el arte de saber, como si uno fuese experto en jardinería a que altura del tallo y de que modo cortar las diamelas y los jazmines. Y ese secreto del “geniol” (léase aspirina) que le ponían al florero vaya uno a saber porque razón, ya que el tema de los Ph era demasiado científico para que lo entendiésemos. La vieja lo hacía y listo.
No puedo imaginar el living sin el paso mas tranquilo y ése perfume de jazmines amarilleando el atardecer. Y el florero, claro está. Debería reivindicarse la existencia de alguien que no puede usarse para el mal porque, mas allá de derramar el agua o caerse, el florero no tiene un mandato diferente en la sociedad ni esta se lo exige. Pero la vida tiene, como dice Atahualpa, su sinrazón. Poco respeto para los floreros. Convertidos, de sustantivo en adjetivo insultante sufren el desprecio :…” cállate, que te tienen como florero, te usan como florero, parecés un florero…” Portador de buenas intenciones (sostener una flor) nada mas injusto que las sanciones a los floreros. Otro defecto insalvable de la pos modernidad que termina por consagrar la calificación. Vivimos en “sociedades líquidas”, donde la gente se acomoda, como el agua en los floreros, al formato que le ofertan.
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