Publicado en el diario La Capital
Cuando leí “El tambor de hojalata”, casi sin respirar, como sucedió con “Cien años de soledad”, lecturas de las que no podía salir, como alguna vez “Huckleberry Finn”, la sensación es que no estaban contándome la alegoría de un niño y un tambor, sino que viajaban por mi infancia ida y vuelta. Como antes no me contaban del descubrimiento del hielo en ese pueblo de fantasía y que el Huck aquel de Mark Twain no era la rebelión individual contra un sistema yanky, que el autor muestra inatajable e injusto, algo inevitable, por otra parte, ya que si una sociedad no se puede atajar lleva inscripta en la frente la injusticia.
Nunca tuve un tambor. Llegué a tocarlos porque algún amigo de la cuadra lo recibió en un “niñito Dios”, o en la alfombra del yuyerío para que comiesen los camellos de los Reyes Magos.
Ignoro que brote anarquista y de arpegios sostenía, atenta al pecado, a mi madre, que nunca aceptaba que recibiese, ni de ella ni de los tíos o la abuela, tambores y pistolas.
El tambor una cuestión de principios. Es ruido, no es canción. Mi vieja era inflexible. Años de infancia creyendo que el tambor embrutecía a la canción, a la melodía, al piano y que eran muy buenos esos libracos infames con escalas para allá y para acá. Tres años sin llegar a un tango o un bolero. Agotaban las escuelas de música, teoría y solfeo. Ni aquellas academias resolvían la calidad ni el tambor la degollaba. La percusión es parte indispensable. Y la calidad necesaria siempre.
En los tambores de lata de la infancia la posibilidad de golpear el vientre de un instrumento que veíamos desfilar, porque el único argumento que podíamos sostener es que estaban en la banda de música y el retrete de sábados a la tarde y domingo cerca del mediodía. La banda tiene tambores mamá. Es otra cosa. Ellos saben.
Un profundo misterio acompañó aquellos años. ¿Se estudia para tocar el tambor? Con la adultez la tontería de la pregunta. Todos los instrumentos aceptan, necesitan, permiten, facilitan su ejecución con el estudio sistematizado. Está claro que sería difícil con un tambor de juguete. Pero “Les Luthiers” demuestran, con sus instrumentos informales, que la música está en todas partes.
Años muy locos aquellos en que el tambor que ensordecía era un misterio porque el viejo elogiaba a Don Atahualpa, zurdo y guitarrero. “Toca de oído” y tocar de oído, y empatarle a los académicos, sostenía el viejo que era bueno. La vida, de ida y vuelta, aconseja lo contrario. Don Ata, cabe aclarar, era un fenomenal estudioso de lo suyo. Tocar de oído en casi todas las cuestiones, fundamentalmente en la guitarra, es peligroso. Peligrosísimo. Desde siempre. Al menos para la gestión pública. Con o sin tambor. Una ausencia infantil que ya no arregla ningún diván.
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