Publicado en el diario La Capital
La corrección gramatical me obliga, pero son “milangas”. Las que recuerdo eran preparadas a los golpes. El bife de nalga de aquellas, las vacas que quedaban en el país, en la ciudad, en el barrio, tenían el filoso cuchillo del carnicero pero no alcanzaba, la consistencia de las vacas viejas o de los toros cansados de la vida no se rendía al primer mordisco.
No había “feedlot” o terneritas blandas. Era un invento de los holandeses eso de criar una vaca al lado de la casa. Nosotros teníamos campo y pasto y la vaca criada a pasto tiene un sabor…
En fin, que eso creíamos. Don Benítez el carnicero. Decile que te las corte finitas. Fijate que sea nalga, no cuadril… Casi un kilo, que no se pase.
Eran tiempos del contrapeso. Si no sabe le explico. Se pedía un kilo y Don Benítez ( o cualquier otro) completaba en la balanza con “el contrapeso”. Mini bifes de alguna carnacha que por allí estaba dando vueltas.
En la tabla de madera la vieja, con una masa (también de madera) le pegaba y le pegaba a la carne, dándole el último toque de “tiernización materna”, según el sistema casero. Aún conservo esa masa con una superficie lisa y la otra dentada. Ya no hay a quien golpearle, pero allí está, como un testimonio de las dentaduras nuestras. El sabor era y es otra cosa.
Una discusión filosófica que no ha terminado centraba su neuralgia en una pregunta: ¿con ajo o sin ajo?. El perejil era un invitado permanente y el pan rallado una seguridad. En aquellas casas se compraba el pan justo y el pan duro (sobrante guardado en la bolsa del pan viejo) era rallado minuciosamente. No recuerdo la compra de pan rallado. Otras economías. Seamos claros: no había milangas todos los días. Un mini secreto estiraba esos huevos para la ligazón y preferíamos no ver que “estiraban” el huevo.
La sartén (“cabe aclarar que si bien es femenino en Hispanoamérica se prefiere el masculino”…wikipedia dixit) o el sartén no era muy grande por razones elementales del cuidado del aceite, que tampoco era un sobrante. Esa botella marrón, de litro y medio. Aún la veo en la cocina sin abrir los ojos.
Del almacenero venía el papel de envolver, donde se depositaban de una en una, para quitarles un exceso de aceite.
Tres variantes para completar la seducción. Puré de papas recién hecho. Lechuga y tomate. Papas fritas caseras que, como todo el mundo sabe, son otra cosa.
Para que conste en actas. Una vez, cada tanto, mi tía Herminia, que vivía en otra ciudad, venía y la lujuria era inatajable. Herminia hacia milanesas de jamón redondo. Esas chiquitas, redondas. A confesión de parte relevo de pruebas. Nunca paré de comerlas. Simplemente se terminaban. Y si aparecen sigo. Las milangas esas estoy seguro que eran adictivas. Tenían eso, de la buena adicción.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario