Publicado en el diario La Capital
En la disputa por la comida, en aquellos años caminito de ida hacia la adultez, en la disputa por la comida fuera de casa, había tres posibilidades y no muchas mas. Asado, fideos o milanesas. Ni caracoles ni pez espada y, por otra parte, el sábalo, el pacú, las postas de surubí, un doradito, la increíble boga y el ostentoso pejerrey eran solo cuando se conseguían de la pesca. Toda persona criada junto al río sabe, por eso, por crianza, que se come lo que se pesca. Cuando se pesca.
Una milanesa en el mostrador vidriado de los bares frente a Rosario Norte, cuando se llegaba muy tarde o se precisaba un refuerzo en la panza mostraba su entereza de alpargata, con la lechuga saliendo a los costados de ése pan increíble y el pedido: me le pone un poco mas de mayonesa…
Capri o Doña María (por calle Santa Fe, con los insufribles mozos cantores) traían pastas que creíamos insuperables.
“La glicina” la parrillita norte, con Clemente y Jesús, los mozos (los dueños) que escuchaban, en onda corta, Radio Moscú traían la costumbre de la parrillada rápida y la mesada comunitaria, como “doña Anita” (en Italia y 3 de febrero) el comedor de los “Negri”, con un solo menú, las mesas largas y el mantel de hule. El menú en el pizarrón.
En el Rich una milanesa diferente, una alpargata tri dimensional. Y en aquel “Goro” la picada de milanesa y el antipasto los domingos a la noche, al volver de la cancha.
El Bahía para los licuados y otra milanesa. Y la chopería Santa Fe en la calle homónima, tan larga que terminaba saliendo hasta el otro lado. Viena y chucrut.
El “cachito” de Pellegrini y el primer “Carlitos”. “El bar de Blanco”, la piza a la piedra de Vía Apia y una heladería. Una. En el centro la pizzería Astral y, bien lejana, lejana, la Santa María. Sobre ésa calle San Martín el viejo Bruno hacía unos fideos…
No éramos gourmetes ni siquiera exigentes para el íntimo sabor de las comidas. Somos contemporáneos del Piccolo Navío y tardamos años en animarnos a entrar al Restaurante Mercurio.
Juntábamos la plata para cada salida y la elegíamos concienzudamente, para no malgastar las ganas. Se pensaba en el menú y hasta en el vino. Un vino “reserva” con “la botella de tres cuartos” tenía que ser bueno. Estábamos saliendo de la sidra y entrando al champán. El wisky era de las películas o de otra sociedad. Como el habano y el cigarrillo importado. Era cosa rara el cognac después de comer. La primera vez que pidieron “Cointreau” no sabíamos de que hablaban. No había llegado el “lemoncello”.
Transcribo un fragmento de “Regreso a Babilonia” de Scot Fitzgerald. Parece apropiado. “Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo”…
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