Publicado en el diario La Capital
Eran caballos negros, altos, lustrosos. En los sitios donde lo cruzaban los correajes, esos caballos sudaban con una espuma blanca, que mezclaba los aceites y los betunes usados para dejar a punto los correajes.
La carroza mortuoria de cuatro o seis caballos. En otras iban los ramos y las coronas. Detrás las que llevaban a los deudos mas queridos. Coches cerrados, de cuatro caballos y, dentro, asientos enfrentados. Como las diligencias de las películas del Oeste Americano o anteriores, antes que, de a poco, el motor a explosión remplazase todo el sistema de coches fúnebres. De carrozas tiradas por esos tremendos percherones. De caballos de cochería.
El deseo de suerte en los espectáculos, el “mucha mierda” viene del anhelo que muchos carruajes lleguen al estreno, al teatro, a la ópera. Muchos carruajes es mucha gente. En espera de sus dueños emporcaran, con sus deposiciones, todos los alrededores del teatro. Un teatro con sus calles cercanas llenas de bosta constituían el mejor certificado del éxito. Un rating inapelable. Y un buen deseo: “ mucha merde”.
En todas las ciudades las cocherías tenían esas “cuadras”, donde descansaban los caballos y dejaban brillantes los carruajes. Había linyeras queridos que vivían en “la cuadra” de la cochería. Reponían la paja de los boxes de los caballos. Eran nocheros sin libreta sanitaria. Quedan, en Rosario, algunas muestras. Sitios donde el adoquinado de patios interiores remite a los carros y esas ruedas altas, finas, silenciosas. A la necesidad de un giro para entrar y salir con los caballos por delante.
Camino al cementerio los carruajes seguían una senda, calles acordadas y horarios determinados. El horario de las muertes y el de los velatorios por un lado. Dos preguntas. “Donde lo velan”. Cuándo lo llevan”. La muerte llega, nunca en las vísperas y nunca a un horario fijo. El cruce de la ciudad sí que se podía, es mas: se debía programar.
Ser joven significa, en buen sentido, sentirse inmortal. Contábamos los coches con coronas y los coches con deudos, también los autos que seguían al entierro. Los contábamos por algo sencillo de entender. Toda definición de juventud remite a la inmortalidad y la potencia infinita. No éramos deudos. La vida estaba en nosotros creciendo. Ni siquiera advertíamos la irreverencia.
No era de buena suerte interrumpir el cortejo y el insulto (por lo bajo) acompañaba a los que esperaban, en las calles transversales, que pasase el entierro.
Guantes blancos, rigurosa etiqueta negra, galera, ése fino látigo para caballos que entendían todo y seriedad. Mucha seriedad. Al bar venía un conductor / palafrenero o algo así. Disfrazado era una cosa. Tomando el vermú otra. Había una advertencia en el café. No lo jodas que conduce el coche fúnebre. Nunca entendimos la advertencia. Después crecimos.
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